Videoinstalación.
Una memoria sensual de los cuerpos. Sobre Quiero llorar mares, de Gabriela Carmona
Carolina Benavente Morales
El rojo intenso que protagoniza Quiero llorar mares rompe con el blanco y negro característico de anteriores muestras de Gabriela Carmona. En diálogo con el título de la exposición, este color nos arroja a una primera sensación de desdicha, de congoja, de la inmensa e incontenible pena de una mujer. Esta mujer es Ana González, madre y esposa de detenidos desaparecidos, quien formula aquellas palabras atesoradas por la artista. Porque el color rojo es, primeramente, el hilo de sangre que tensa este cuerpo doblegado de dolor.
Acompaña este dolor el grito. En la presente exposición, Gabriela Carmona preserva el alto contraste de colores planos que destaca en su producción visual. De su trabajo pictórico original ya sólo queda un vínculo difuso con la tinta serigráfica que, en esta ocasión, se utiliza para estampar escritos sobre una tela mediante la técnica del esténcil. Así, la artista incorpora a su propuesta un lenguaje más bien propio de la protesta callejera y popular, en su lucha contra el olvido como una forma de opresión, porque el color rojo es, también, el hilo de sangre que mana de la boca cuando clama por justicia.
La tela en cuestión es una tela de telas, pues se compone de prendas regaladas por distintas mujeres, junto a sus nombres o las frases que eligieron para dar cuenta de sus propias fracturas y deseos. Las une la costura manual de la artista mediante un arte textil participativo que origina una suerte de gran patchwork de color rojo. Este color es el hilo de sangre que mes a mes fluye por la entrepierna de cada hembra en edad fértil. O el que sofoca nuestro rostro cuando la vestimenta se mancha y sentimos vergüenza de haber nacido. Por eso, Gabriela Carmona agrega una pieza bidimensional sobre la cual borda, en rojo, el nombre de cada una de las mujeres que le hicieron don sus prendas, a modo de crédito, agradecimiento y homenaje. A modo de un inmenso e intenso amor.
Sobre la tela de telas suspendida en la diagonal de la sala se proyecta una videoperformance en la cual la artista viste una tercera pieza textil. Esta pieza es una túnica de lana que cubre su espalda hasta arrastrarse por el suelo, aunque, de frente, se convierte en una especie de pantalón toscamente amarrado con estambre a rodillas y caderas. La pieza es estrecha y suelta a la vez, encubre y descubre, protege y expone. Y simboliza. Hilos de estambre se usan para extender sus largas mangas hacia el aire y ocultar los pezones de la artista sobre su torso desnudo, apretándolos, apretujándolos, oprimiéndolos para cumplir y torcer el mandato del pudor que nos prohíbe exhibirlos en la cultura occidental. Cubre su cabeza una capucha con extensiones a la altura del cuello, sobre la espalda. El color rojo es el hilo de sangre que inflama nuestras venas cuando sentimos placer y temor. Cuando experimentamos el peligro de amar y contrariar.
En la videoperformance, que se titula “Imágenes quemadas”, la artista viste este atuendo de reminiscencias ancestrales mientras efectúa balanceos, saltos, arqueos; contorsiones que no remiten a ninguna danza conocida ni tampoco configuran un baile, aunque hacen pensar remotamente en el aleteo de un ave, de un cóndor. Estos movimientos inusuales y extraños los realiza a modo de rito de invocación y conjuro delante de una tela colgada a la pared de una habitación. El color de la tela es la tierra bajo la cual el cuerpo del videopoema estuvo durante siglos “desnudo y solitario”. Cuando este cuerpo enterrado ha poseído a la artista, se contorsiona como una pequeña larva roja.
El color rojo es el hilo de sangre que alborota el corazón cuando lo atraviesa la flecha de la poesía. Sin embargo, la potencia poética de esta exposición no descansa en el recurso a la poesía, sino más bien a la inversa: la aparición de la poesía es el resultado de una potencia poética anterior. Pues es la relación afectiva y afectada que Gabriela Carmona mantiene con su entorno lo que origina una propuesta artística sensible y compleja, donde la introspección se enmaraña a una amplia y crítica mirada histórico-cultural, social y política.
En esta exposición de Gabriela Carmona, las texturas de las prendas cosidas, tejidas, anudadas, trenzadas despliegan una memoria sensual de los cuerpos violentados de las mujeres. La artista teje entre ellas una trama solidaria, una filiación más allá de la sangre, que brota de cada gota de sangre. Por eso, cuando miramos nuevamente la tela de telas, un rojo de vida la impregna. El color rojo que resplandece en la sala son los mares de sangre que vibran en nuestro cuerpo colectivo, cuando la memoria onírica y política de una artista se acopla a nuestras memorias de mujer.